Un romano y un griego
suben a dos estrados encarados. Bajo ellos, sus convecinos los miran atónitos
mientras se disponen a enfrentarse a duelo por señas. Los griegos, doctos en
filosofía, eligen a uno de sus pensadores más inteligentes para la disputa con
los romanos, que escogen a un villano, previamente lavado y aseado, vestido con
las mejores galas, para plantarle cara al filósofo y, así, poder ser
adoctrinados por la ciencia griega.
El griego ya está en
posición y, tras unos segundos de cortesía que el romano no ha utilizado para
comenzar él el debate, estira su mano, levantando el dedo índice en posición
paralela a su túnica. Su primer ataque ha tenido lugar y baja el brazo
esperando la contestación romana.
No tarda el romano en
contestarle: estira su brazo derecho, dejándolo en perpendicular a su cuerpo y
estira no uno, sino el índice y los dos dedos más cercanos, el pulgar y el
corazón.
El griego, gran
pensador elegido de entre pensadores, contesta abriendo la palma de su mano
derecha hacia su oponente, estirando sus dedos al máximo y con fuerza.
El ignorante villano
romano no duda en su respuesta, tan inmediata como contundente: alza el brazo y
cierra su mano, ofreciéndole a los griegos su puño en alto. Al verlo, el
filósofo no encuentra una respuesta y decide darse por vencido.
Al llegar al último
escalón, un compatriota le pregunta “¿Qué
ha pasado?¿Qué te ha dicho?”
“He quedado admirado
por la inteligencia de ese romano. Yo le he dicho que hay un solo Dios y él me
ha contestado que se divide en tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Después le
enseñé la palma de mi mano para decirle que ese Dios puede hacer su voluntad y
él me contestó que es a su voluntad que creó el mundo en el que vivimos. No he
sabido qué contestarle a eso y sí, se merecen que les enseñemos nuestra
ciencia.”
Los romanos, extrañados
por lo que había pasado y alegres por la derrota del griego, le preguntan a su
elegido qué es lo que se habían dicho y éste, sin cautela ni medida les dice:
“El griego este me ha
dicho que me iba a hacer un Mourinho y yo le he dicho que le cogería la cabeza
como una bola de bolos, metiéndole los dedos en los ojos y la boca. Se ha
cabreado tanto por lo que le he dicho que me quería dar un guantazo y le he
respondido que si así lo hacía, le soltaría un puñetazo… y ahí ha acabado. Ya
está, se ha acojonado… o algo.”
Y es que a modo de ver
del Arcipreste de Hita, o Juan Ruiz, cada uno elige su pensamiento según los
signos que se le revelan. Un “que cada
uno entienda a su manera” al inicio de su Libro
del Buen Amor.
Ya se contaban chistes en el siglo XIV y, además, los
utilizaban como moraleja para empezar una de las mayores obras de la literatura
española a modo de advertencia a los lectores y lo que podían entender de y en ella.